Primavera de 1907. Juana apunta su escoba como si fuera un fusil. Debajo del atrio improvisado desde el que arenga a los inquilinos de San Telmo, madres y niños devuelven el gesto y como brujas levantan las propias. Todavía está fresco el recuerdo del cuerpo inerte de Miguelito Pepe, a cuyo entierro, convertido en multitudinaria marcha de protesta, todas las familias del conventillo Las Catorce Provincias asistieron. Le pegaron un balazo en la frente durante una tarde de represión policial, en presencia y con consentimiento del jefe del Departamento. Juana Rouco Buela fue una de las oradoras principales el día del funeral.
Igual que Miguel, Juana tiene dieciocho años. Es una pieza fundamental en la organización y movilización de los conventillos pobres de Buenos Aires, que sostienen una masiva huelga en contra del alza de alquileres y los desalojos (las escobas son el símbolo: "para barrer a los propietarios"). Los vecinos escuchan su discurso con admiración. Sin saber que es autodidacta, y que hasta a leer aprendió sola, se preguntan quién le habrá enseñado tanto sobre la explotación de la clase obrera, el papel femenino en el trabajo y las técnicas de defensa contra la policía.
Si le preguntaran, ella les diría que su padre está en Madrid, como casi toda su familia. Llegó de España cuando no tenía doce años, con su hermano mayor. Su entrada al mundo del trabajo fue tan precoz como su ingreso al sindicalismo. A los quince ya era delegada de los obreros de la rosarina Refinería Argentina de Azúcar en el congreso de la Federación Obrera Regional Argentina, y tenía varios años de trabajo como planchadora y de lecturas en las principales bibliotecas anarquistas. Fundó luego el Centro Anarquista Femenino, sin sospechar que décadas más tarde sería recordada como la figura femenina anarquista más destacada de la historia nacional.
Enero de 1908. Alguien le avisa a Juana que la están buscando. Un joven salteño con cierta inconsitencia ideológica, que declaró ser anarquista y comunista a la vez, arrojó un paquete con una bomba que no explotó a los pies del presidente Figueroa Alcorta cuando bajaba de su coche. La policía aprovecha y se despacha contra varios dirigentes sindicales activos. Le dicen a Juana que la van a deportar a Europa, y en efecto ocurre. Le aplican la Ley de Residencia, promulgada en 1902 por Julio Argentino Roca, por la que el Poder Ejecutivo se arroga la potestad de expulsar del país a "extranjeros indeseables", en otros tiempos invocados como hombres de bien que quieran habitar el suelo argentino. Juana es re-emigrada, a Marsella.
Pero no soporta el exilio. Tras algunos meses de frío y hambre en Génova decide volver al Río de la Plata, vía Uruguay. Allí la esperan María Collazo y Virginia Bolten, "la dama de la barricada", ambas uruguayas y compañeras de militancia en Buenos Aires. Juana se descubre aguda ensayista crítica cuando funda junto a Bolten, Collazo y otros libertarios el diario La Nueva Senda. Aunque no dura mucho allí.
Octubre de 1909. Antes de que el pelotón policial golpee y luego derribe la puerta de su casa, Juana sale por un anexo del domicilio vestida con chaleco, frac de paño, pañuelo, pantalón con tirapié y botas. Nadie que no la mire a la cara podría decir que se trata de una mujer y no de un caballero que va a beber con otros caballeros. Los policías, tan concentrados en lo suyo, ni se percatan de que les pasa a metros. Juana sigue su ruta, como lo tiene planeado hace varios días, cuando empezaron las presiones por haber sido oradora en un acto de repudio al fusilamiento del pedagogo anarquista español Francisco Ferrer.
La espera un compañero que la ayudará a transformarse. De estricto luto, con un velo que le cubra la cara y una beba que le disimule los brazos, conseguirá frustrar los esfuerzos de sus perseguidores y salir de Colonia. No pasará mucho tiempo hasta que vuelva a pisar clandestinamente Buenos Aires, donde el gobierno espera con ansias los festejos del Centenario de la Revolución para mostrarle al mundo el "progreso" argentino y dejar atrás los muertos de la represión policial durante la Semana Roja. Los trabajadores, en cambio, se preparan para la huelga general.
Mayo de 1910: Centenario. Pese a la huelga total de días atrás, el gobierno ignora todos los reclamos de los sindicatos. La FORA espera aprovechar la trascendencia internacional y la repercusión en la prensa que tendrá la Semana de Mayo y planifica otra huelga general, acompañada de una movilización masiva. Juana ya está en Buenos Aires, al servicio de la Federación. El presidente Figueroa Alcorta contraataca con una nueva ley represiva, la de Defensa Social, que lesiona seriamente la actividad sindical y permite detenciones preventivas de dirigentes.
Juana no estuvo mucho tiempo fuera del país, y sin embargo se sorpende. Buenos Aires no es lo que parece: mientras se suceden en el marco de los festejos las recepciones de gala, las funciones teatrales extraordinarias, las marchas civiles, los desfiles militares y la inauguración de monumentos, grupos de choque integrados por jóvenes de familias acomodadas con protección policial arrasan con asociaciones, periódicos y bibliotecas obreras, linchan inmigrantes en la calle y destruyen sus negocios. El gobierno parece decidido a la expulsión, convencido de que eliminando a los dirigentes extranjeros más combativos pondrá fin a los conflictos sociales. Como antes, Juana está en la lista negra: es expulsada a Montevideo, bajo pedido de extradición.
1914. Tras un año de prisión, consiguió salir bajo fianza y volvió a sumarse a las filas de los libertarios uruguayos. Pero definitivamente Uruguay no es su lugar en el mundo. Tiene planes de radicarse en París, para lo cual debe hacer algo más arriesgado que disfrazarse de viuda: se embarca como polizón, dispuesta al hambre, el sueño y el frío. Pero en el transcurso del viaje es descubierta por la tripulación, que se deshace de ella lo antes posible para evitar multas y penalizaciones. Es empujada a Brasil, donde se instalará por tres años en Río de Janeiro y desarrollará una intensa actividad sindical, hasta 1917.
Entonces volverá a Buenos Aires, donde morirá en 1968, segura de que ya lo vio todo. "A mis dieciocho años, la policía me consideró un elemento peligroso para la tranquilidad del capitalismo y el Estado", escribió en sus memorias, y no exageró.
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