Ni periodistas resentidos, ni políticos frustrados. Sin agenda y con los temas clavados en la frente. Un poco de aire vicioso, dedos afilados y conspiraciones absurdas que nunca ven la luz. Ninguna cereteza, pocas palabras y mucha deformación del lenguaje... Más vale tarde que nunca, Un millón de moscas hace su lanzamiento mundial en tierras sudacas sin ningún sentido especial y con una cuota de ira particular...

UNA DE PERÓN


Palmira Lepera fue una de las últimas “empleadas domésticas” de don Benito Quinquela Martin. El ya viejo Quinquela, uno de los artistas plásticos más importantes de la historia del país y emblema de La Boca –escueta información aquí-, no confiaba mucho en la gente. Comía poco de lo poco que Palmira le cocinaba. Con ochenta y largos años, se casó con una mujer mucho más joven –primer pecado del periodista: no contar con datos y fechas- que le revolucionó la vida; lástima que no está Quinquela para contarnos de qué lado del maniqueísmo caía esta vuelta de la vida.



Hasta la llegada de la “Madama” –tal como llamaremos a la última esposa de Quinquela de ahora en más-, Palmira caía tempranito por la mañana, empilchada casi para velorio, y entre enseres y cariños platónicos, cuidaba al viejo hasta bien entrada la noche porteña. Una vez consumado el matrimonio, se sumaron dos empleadas domésticas –un ama de llaves y una cocinera- de pulcro uniforme, tal como lo exigía la nueva integrante de la casa. Palmira fue desestimada, corrida, ninguneada, aún en contra de la voluntad de don Benito, que la veía como una de sus únicas personas de confianza.

Cayó el año 73 y la vuelta de Perón al país. El General decidió visitar al pintor del pueblo, a ése que entre surrealismos planteaba la vida cotidiana de los muelles de La Boca. La visita formal se dio en la casa, hoy museo histórico, de don Benito. Llegó el Viejo –éste con mayúscula- y sus colaboradores revisaron el lugar. Encontraron arte. Como no hallaron imberbes escondidos en los rincones del atelier, comenzó la reunión. Quinquela, sentado en un cómodo sillón de respaldo victoriano, estaba rodeado por sus mujeres: la Madama, el ama de llaves, la cocinera, y a la derecha, alejada del resto y de impecable uniforme, Palmira con su sonrisota bonachona. Perón encaró la sala, se decidió a saludar y, para sorpresa de todos y consternación de la “dueña” de casa, empezó con Palmira.

El General le besó la mano y le hizo una mueca simpática. Sin contemplar el resto de la situación, le preguntó: “¿Le pagan bien?”. Palmira, dubitativa y alucinada, le contestó tímidamente con un “no me puedo quejar”. “¿Pero está en blanco, la tratan bien?”. “Sí, sí, por supuesto Presidente”, se entrometió la mujer de Quinquela. “Ya vamos a tener tiempo de charlar, déjeme terminar con la dama”, le retrucó el General. “¿Está en blanco o no, señora? Discúlpeme, ¿cómo era su nombre?”. “Palmira, Presidente, me llamo Palmira Lepera y no sé, no sé si estoy en blanco o no, pero es un gusto poder verlo tan de cerca”. “Bueno, Palmira, déjeme decirle que vamos a hablar de esto con Quinquela, pero primero voy a saludarlo. Ha sido un gusto charlar con usted”. El Viejo repitió el beso en la mano y siguió con la visita. Fue el último día que Palmira trabajó para don Benito.

No hay comentarios.: