MICROCLIMA
Ana Lucía tiene más de veinte años y menos de treinta –detallar la edad no es de caballeros-. Es peronista, pero no lo sabe o no lo quiere reconocer. Hermosa, de clase media pujante, defiende a todo fervor a doña Cristina y su pandilla. No se basa en estadísticas, sabe más por zapatillas gastadas que por teorías anacrónicas desventuradas. Se enoja, no entiende cómo hay gente que se deja llevar más por los entes aspiracionales que por su propia experiencia. Estudia psicología, está por empezar fotografía. No cobra sueldos estatales, aunque nos vendría muy bien unos mangos extra –debo un par de cuotas de TEA-. Ana es mi mujer.
Lucas tiene 25 años. Milita fervientemente en el Partido Socialista. Es un excelente periodista y fotógrafo –a las pruebas me remito-. En su momento le parecían bien las retenciones; la 125 lo agarró mal parado, en un lugar inadecuado. Con él, la cerveza funciona como disparador de las discusiones más disparatadas –en una de esas noches dis-. Gorila desde la cuna, fue el que me enseñó una de las frases más ricas de contenido de los últimos tiempos: “El consenso es la antipolítica”. Se cansó de las pujas personalistas. Se cansó de las antinomias, de las discusiones trilladas, se cansó de la ignorancia y de la obsecuencia. Se cansó de los falsos estandartes y del servilismo, no soporta más los juegos truculentos que lo obligan a llenarse de engrudo mientras Roy Cortina –Robert Vincent para los amigos- lo mira despótico desde los afiches de turno. No acompaña al gobierno, pero sí algunas políticas que sabe, que desea, se convertirán en paradigmas de la sociedad argentina de las próximas décadas. Piensa votar a Binner. Lucas es un gran amigo.
Eugenio y Enrique son empresarios. Integraron, desde la Ucedé, algunos puestos mínimos, kafkianos, del gabinete menemista. Le tienen miedo a todo lo que pase afuera del ghetto de Las Cañitas, aborrecen cualquier atisbo conciliador entre la disputa histórica e inconclusa de clases que hay en nuestro país, miran con recelo cualquier intento de organización interna de los trabajadores de su empresita. Para ellos el aguinaldo es una estafa a los trabajadores. Dicen que las leyes laborales atentan contra el pleno empleo. Creen que el Estado tiene que desaparecer, se dicen anarquistas, aman las corporaciones, las jerarquías, los buenos cigarros –cualquiera menos los cubanos- y el jet set. Opinan que Mauri y el Colo son buenos candidatos porque los representan: son hombres de negocios, lo que el país necesita. Eugenio y Enrique piensan que la deuda externa no hay que revisarla, que las reservas le pertenecen a un banco –tendría que ser mixto el Central, obvio- creen que Videla pacificó al país, que las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo son unas lloronas –sí, para ellos hubo una guerra-, y que la gente se expresa únicamente por plata. No creen en las corrientes historiográficas, sino en la tapa del día. Eugenio y Enrique son mis amos; les pertenezco por una puta casualidad histórica: nací unos veinte años después que ellos. Los aborrezco.
Julieta tiene veintitantos años. De infancia humilde, ahora está por recibirse en la UP. Está escandalizada por las políticas tributarias del gobierno, no por regresivas, sino por “confiscatorias”. Pasa los fines de semana entre el country de Pilar, los barcitos del Soho y su perrito Sharpei último modelo. Ve a Cobos como el futuro presidente, pero no puede señalarle una virtud. Opina que la seguridad es una cuestión de palos y ametralladoras, cree que el Club de Paris consta de dos piletas, quincho con parrilla y varias canchas de polvo de ladrillo. No cree en las corporaciones, basándose en el modelo Mc Donalds de bienestar social y alimentación balanceada. Su familia, a base de laburo, hizo mucha plata; fundidos en 2001, ahora gozan de la mejor tecnología alemana para movilizarse. Para ella el gobierno es una mierda. Julieta es una gran mina.
Otro mundo, éste, mi mundo. Parece incongruente, pero es el fiel reflejo de la realidad que nos toca vivir. No pasa por hipocresías, por alineamientos; uno hace lo que puede, opina lo que le parece. Pero, por mal que me pese, alguna de la gente que tengo cerca no opina, no siente igual que yo. ¿Crispación? No; debate, discusión, esas dos cosas tan tenebrosas para el establishment, que trata de separarnos, de disgregarnos, para que sea ésa, su propia voz, la que baje línea moral y nos explique los modelos de conducta. Que haya debate entonces; mientras, nos vamos acercando…
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